La inmortalidad de un suicidio

   No es poco común que grandes artistas hayan  vivido toda su vida atormentados por problemas sociales y marginados dentro de su propia realidad y que, luego de su muerte, el mundo comience a conocerlos, valorarlos y destacar su talento. Así ocurrió con Van Gogh, un pintor que hoy en día casi nadie ignora, pero que cuando aún vivía, fue la misma sociedad que ayudó a impulsarlo a tomar la decisión de suicidarse a los 37 años.
    El 30 de marzo de 1852, en Holanda, nació muerto el primer hijo entre el pastor protestante Theodorus y la pintora de acuarelas Anna Cornelia Carbetus. Un año después, en esta misma fecha, llegó al mundo Vincent Van Gogh, a quien llamaron igual que al hijo fallecido. Luego, en 1857, nació Theodorus, apodado Théo.
    Vincent y Théo lograron construir una profunda relación, no solo como familiares, sino también como amigos y compañeros. Son famosas las cartas que desde 1872 hasta 1890 se enviaban. En ellas, Vincent le relataba a su hermano menor las pinturas que realizaba y lo que acontecía en su vida, además de pedirle dinero, ya que era Théo quien lo mantuvo económicamente porque, desde 1880, Vincent se dedicó exclusivamente a la pintura y no tenía un trabajo remunerado.
   No tenía muchas personas que mantuvieran contacto con él, y esto se acentuó aún más luego de que comenzara una relación con una mujer embarazada de otro hombre. Su propia sensación de soledad y su moral, tal vez, fueron lo que lo llevo a querer proteger a la joven. Así lo describió en una carta que le envió a Théo en abril de 1882: “Me parece que cualquier hombre que valga por lo menos el cuero de sus zapatos, al encontrarse ante un caso semejante, hubiera hecho lo mismo”.
   Realizó una cifra incontable de dibujos y pinturas que reflejan paisajes, naturaleza y escenarios en los que Van Gogh estuvo. Cómo conseguir crear el mismo color de las cosas era lo que más le inquietaba. “Lo maravilloso consiste en que este pintor, que no es nada más que pintor, es también, de todos los pintores que existieron, aquel que más nos hace olvidar que estamos frente a una pintura”, destacó el poeta y dramaturgo francés Antonin Artaud, en su libro Van Gogh el suicidado por la sociedad.
    En 1888, Vincent vivió durante unos meses con Paul Gauguin, su amigo pintor, en Arlés. Ambos tenían un carácter temperamental, lo que desembocaba en varias discusiones. En una de ellas, Van Gogh se cortó la oreja izquierda y luego la envió en un paquete a una mujer de una casa de tolerancia.
  Dos años más tarde acabó con su vida. Artaud sostuvo que, posiblemente, tomó aquella decisión porque su hermano estaba esperando un hijo y eso implicaba una boca más para alimentar, lo que lo hizo sentirse una molestia en la vida de Théo. O quizás sabía que si abandonaba este mundo, su recuerdo quedaría en la eternidad, y lo haría inmortal. Pero, fuera de toda hipótesis, sus palabras pueden explicarlo mejor: “Las grandes cosas no se hacen por un impulso solamente, sino que son el encadenamiento de muchas pequeñas cosas reunidas en una sola”.

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